EL INDIVIDUALISMO, ESTIGMA DEL SIGLO XXI

Vivimos en el siglo XXI arrastrando las secuelas del siglo XX caracterizado por el hombre-masa, rebaño de seres humanos esclavizados por la moda, el espectáculo y el paradigma consumista, títeres que caminan bajo el influjo de la publicidad, pero condicionados por un individualismo artero producto de las nuevas costumbres impuestas por el relativismo epistemológico y moral, donde cada quien construye su verdad y hace el papel de dios en razón de sus caprichos y justificaciones.

Es la presencia de la transformación desde un individuo rico en individualidad y plenitud fruto de su capacidad de relacionarse, de manera  interpersonal y con su entorno, hacia un individuo aislado en sí mismo, consagrado a una obsesiva persecución de bienestar y placer, que soslaya y rechaza el dolor humano, la fealdad, la necesidad, la vejez y todo aquello que obstaculice o lo separe de lo que entiende como felicidad. Es una versión nueva de la persona humana, que pese a toda su riqueza, se ha transformado en una individualidad alienada. Es la primacía del individualismo frente a la búsqueda de la hermandad social universal.

El efecto más perjudicial que genera el individualismo es corroer las bases morales de la persona, que obnubila y atrofia la claridad en las relaciones e incapacita para  su asociación a los distintos escenarios que la sociedad le presenta como recursos para mejorar su desarrollo, pues si bien ellos son complejos, son en realidad un tesoro inagotable.

El ser humano llevado por el individualismo recibe el impacto agresivo de conductas estereotipadas por el consumismo desordenado y superfluo, la universalidad de ciertos deseos casi siempre ajenos a la propia cultura y al sustrato moral de la persona, difundidos por los mass-media cuyos mensajes rompen el vínculo entre identidad y persona.  El individualismo se asemeja a un ser humano encerrado en una caja fuerte, que siendo  semejante a los demás seres humanos, con virtudes y defectos, se torna impotente para relacionarse con los demás y compartir con ellos una misión común.

Sin embargo ese ser humano encerrado en su caparazón es amigo de la competencia, su ego le incentiva a ser el primero, lucha por ocupar mejores puestos laborales, maquina como sacar ventaja y obtener prebendas de las personas e instituciones, tritura y despedaza a quien pretenda oponerse, a lo que obnubilado, cree que es su felicidad. Así cada persona ve en el otro el rival a vencer y contra el cual vale todo mecanismo de defensa o ataque. El círculo se cierra, cuando se argumenta a favor de estas conductas, esgrimiendo principios distorsionados y complacientes que rompen las normas básicas de los compromisos humanos.

Se llena entonces por este camino a la alienación, que según Erich Fromm[1], es una experiencia en la cual la persona se enfrenta a sí misma como un extraño; podemos decir que se ha vuelto un extraño para sí. Ya no es el centro de su mundo ni la creadora de sus propios actos, por el contrario, sus actos y las consecuencias de éstos se han convertido en amos a los que obedece o adora. El resultado final es la angustia, el miedo y dislocación de la personalidad y el abandono de los más preciados ideales que un día motivaron la existencia de esa persona.

Foucault propone tres formas de individualismo y expresa que la actitud individualista puede caracterizarse por

1. El valor absoluto que se le atribuye al individuo en su singularidad, y por el grado de independencia que se le concede respecto del grupo al que pertenece o de las instituciones de las que depende;
2. La valorización de la vida privada, es decir la importancia que le otorga a las relaciones familiares, a las formas de actividad doméstica y al campo de los intereses patrimoniales;
3. La intensidad de las relaciones consigo mismo, es decir de las formas en las que se ve llamado a tomarse a sí mismo como objeto de conocimiento y campo de acción, a fin de transformarse, de corregirse, de purificarse, de construir su propia salvación.

Estas actitudes pueden aparecer coligadas, pues es posible que el individualismo conduzca a la intensificación de los valores de la vida privada; o también que la importancia concedida a las relaciones con uno mismo esté asociada con la exaltación de la singularidad individual. También es posible encontrar situaciones en las cuales el individuo se afirma en su valor propio, para hacerse singular y sobresalir por encima de los demás, sin concederle alguna  importancia a su vida privada o a las relaciones consigo mismo.[2]

Lo cierto es que el individualismo no es un mal en sí mismo, pues bastaría reflexionar cuanto se ha ganado en el campo de los derechos individuales, pero sí lo es la forma cómo se  interpreta y cómo se aplica en las actuaciones personales. Eso sí que es una verdadera calamidad social.

Erróneamente se piensa que  en aras del individualismo se puede hacer lo que se quiera, que se puede hacer la vida al margen de los demás. Qué poco importa el otro cuando se está conectado al teléfono de última generación y de manera más diciente, qué importa el entorno si  se le excluye con los audífonos que entronizan al sujeto en un mundo subjetivo e ensimismado. Hoy la gente habla sola por la calle en un dialogo egolátrico promovido por la tecnología, donde el cercano es el extraño y el lejano es el interlocutor, de allí las miradas perdidas que se cruzan con otros humanos también robotizados.  Siendo por naturaleza, sociales y gregarios, en el siglo XXI la gente elude la sociedad en que se vive.

El mayor orgullo de un ser humano es no parecerse a otro, las diferencias se dan y se buscan en el orden individual y colectivo. Pretendemos ropas diferentes a la de los demás, escuchamos determinada música, frecuentamos ciertos sitios y eludimos otros, nos relacionamos con ciertas personas y no con otras, todo por la mera intención de no parecernos a los demás con los cuales se comparte el entorno. Y en esa búsqueda de la diferencia, cómo nunca antes, hoy el hombre se hace masa.

El egoísmo campea por todas partes, la gente vale un pepino y si acaso alguien se salva, serán los más allegados o los miembros de pequeños de pertenencia. Cuanto mayor es el conglomerado humano, mayor es el individualismo, parece ser que Hobbes ha hecho realidad su premisa: el hombre  es un lobo para el hombre,  así que el hombre ha sido corrompido por la misma sociedad y en todas partes se encuentra entre cadenas, dándole la razón a Rousseau.

La gente hoy es más insegura que nunca, se desconfía de todo y de todos, el temor flota por todas partes y las personas se esconden de sí mismas y solo se tolera un circulo minúsculo de seres parecidos entre sí. La sociedad se fragmenta y surgen islas pobladas por gentes que apenas se parecen en su morfología pero divergen en sus ideologías, no se tienen proyectos en común y el interés colectivo desaparece para dar paso, ¡vaya paradoja!, a que se imponga la ley del más fuerte porque impera el todo vale.  Lo colectivo, que unificaba y creaba lazos y compromisos, se ha perdido por el culto al YO.

Ese culto al YO ha convertido a la sociedad en un conjunto de almas errabundas, que giran alrededor de comportamientos semejantes, generado por su afán de hacerse diferentes.

Eckhart Tolle en “El Poder del Ahora” expresa  “No es una cuestión de culpa. Pero mientras esté dominado por la mente egotista, usted forma parte de la locura colectiva. Quizá no ha observado muy profundamente la condición humana en su estado de dependencia de la mente egotista. Abra los ojos y observe el miedo, la desesperación, la avidez y la violencia que invaden todo. Observe la horrible crueldad y el sufrimiento en una escala inimaginable que los seres humanos han infligido y continúan infligiendo tanto unos a otros como a las demás formas de vida del planeta. No necesita condenar. Simplemente observe. Ese es el pecado. Esa es la locura. Esa es la inconsciencia. Sobre todo, no olvide observar su propia mente. Busque la raíz de la locura allí.”[3]